18.9.09

el septimazo















Es viernes, y uno sale de trabajar más bien cansado, aunque portando la tibia satisfacción de haber atravesado la semana. Pero no bien empieza uno a saborear las promesas de un fin de semana sin trabajar en las cosas por las que a uno le pagan, descubre uno que está en la carrera séptima, que está cerrada para el disfute de los peatones, y que también hay que atravesarla si uno quiere regresar a la casa.

Yo no se qué pensarán los demás, pero a mí me parece horrible eso del septimazo. Es como el carnaval del rebusque y como además la calle está pobremente iluminada, uno no sabe si lo que acaba de pisar era el último invento chino de juguete coloidal, los restos de una empanada o de una paloma, o las manos de una mujer indígena que organiza en el piso los sacos de idéntico diseño y variados colores. No se detiene uno a mirar porque de todos modos no se puede, con tanta gente avanzando de manera torpe pero apresurada, como un ciego sin bastón que cree reconocer el lugar donde está. Pero resulta que nadie puede ver dónde está, ni reconocer a la séptima.

Por todas partes hay unas personas con chaquetas como de rescatistas de catástrofes de colores fosforescentes que trabajan para la alcaldía, y su labor consiste en instar a la gente a que se divierta. Un par de estos rescatistas mueven un lazo muy largo y algunos transeúntes saltan, y otros juegan parqués humano, siempre guiados por los rescatistas oficiales. Hay muchos curiosos mirando a los que saltan y la escena es un poco extraña, con todos esos adultos con ropa de oficina color café y gris saltando lazo, mientras los animan los rescatistas uniformados.

¡Pero lo peor es el ruido! Además de las tarimas oficiales donde un grupo de danza folklórica suda frente a un público entre desconcertado e indiferente, alrededor pululan los músicos o aficionados a la música. Al lado de los raperos que con bajos pegajosos recitan las injusticias de la sociedad, un viejo le sube el volúmen a su sistema de karaoke de rancheras hasta que se hace irreconocible lo que grita desde su precario pero potente parlante. Los vendedores de minutos gritan, los vendedores de películas pirata gritan, la gente se habla a los gritos porque no se oye nada.

Hay algo de intranquila ansiedad en esa algarabía nocturna. Todo está sucio, y todos quieren una moneda, algo para sobrevivir. Entre la gente que vende cosas circulan también los mendigos, los ladrones en busca de una oportunidad, y los que están allí por accidente deambulan confusos por el ruido y el desorden. Como su nombre bien lo indica, parece como si le dieran a uno una bofetada: ¡tome su septimazo! y el golpe no es cualquier cosa.