6.4.10

retratos en la séptima

Ahí está el hippie viejo con su novia que tampoco es joven ya. Ambos tienen el pelo largo y sucio. Delgados, probablemente vegetarianos, vendiendo esas pulseritas de cuero que las colegialas compran. Sonríen, bromean entre sí, pasan las horas sentados en el andén conversando con el hippie argentino, un poco más joven pero igual de idealista: creen con firmeza en el no-trabajo, en el devenir y las fuerzas del universo. Los mueve, o más bien, los inmoviliza una mezcla de esoterismo, porro y pereza. Son gente buena, no les atrae el crimen, aunque a ella a veces le toca robar. Por necesidad, dice.

Ahí pasa la oficinista, muy erguida como si temiera que su templadísimo traje se reviente a cada paso que da, y que es lento y como cargado de conciencia, como si esa sucia calle bogotana fuera una pasarela donde imaginarios admiradores aprecian la redondez de su culo, la perfección de su peinado endurecido por la laca, la cara pintada hasta el hastío. Es eficiente cuando quiere, como dicen bajito las compañeras de la oficina, y aprovecha que tiene que salir un momento para pasear ese cuerpo que tantos sacrificios y esfuerzos le ha costado.

Ahí cruza el profesor. Está un poco encorvado y el saco de pana cuelga desigual de su figura cansada. Está a punto de llover y recuerda con amargura el hueco del zapato izquierdo que no ha tenido tiempo de mandar a remontar. Bajo el brazo el maletín de cuero guarda unos papeles: listas de clases con algunas notas ya, un par de esferos, un marcador seco ya casi del todo seco, la billetera y el teléfono celular viejo apagado. Ya tiene canas y es muy parecido a los profesores que él mismo tuvo cuando era joven. En aquella época, la del profesor era una figura admirada, pero una vez personificada lo encorva el peso de la rutina agotadora de la enseñanza mal remunerada.

Una comitiva con camionetas blindadas de guardaespaldas con un lujoso carro en el medio pasa a toda velocidad entre chirridos, bramidos y amenazantes pitos. El hippie, la novia, el amigo, la oficinista y el profesor se detienen unos segundos ante la fugaz visión. Debe ser un político, piensan. Luego regresan a sus cavilaciones habituales.