De pronto la noción de amistad está sobrevalorada. Hay muchas tarjetas, mugs y presentaciones de power point que señalan su importancia con frases irrebatibles e imágenes de tiernos gatitos arrunchados o, aún más, de un tierno gatito abrazando un tierno perrito, superando por medio de la amistad su antagnonismo ancestral, todo enmarcado en un atardecer de cálidos colores.
Fue necesario atravesar la adolescencia para aceptar que estaba bien no tener una mejor amiga, que podía ser amiga de muchas personas sin darle exclusividad ni preferencia a una sola. Ahora en la edad adulta tengo unos seres que son indispensables para mi existencia, cada cual a su manera. Y también paso mucho más tiempo del que me gusta reconocer mirando las redes sociales.
He escuchado a varias personas lamentarse por la sensación de vacío que experimentan tras escudriñar por horas las vidas de los otros, sus fiestas, paseos y reuniones donde no están. Pueden mirar pero no participar. Pueden reconocer a varios de los asistentes y creen que podrían haber sido invitados pero no succedió. Son, después de todo, solo conocidos. No son amigos. Entonces luego suelen preguntarse qué es la amistad y cómo es que estas redes sociales nos alejan de las personas en lugar de acercarnos. Y en súbitos impulsos se lanzan en heróicas campañas por salvar la verdadera amistad y se retiran de las redes, no sin antes dejar clara su postura, o anuncian que van a borrar de sus contactos a quienes no son sus amigos verdaderos.
Pues yo no me quejo. Rarísmo pero no. Quizás el cinismo se exacerba con la distancia de la virtualidad. De cualquier modo, por mí está regio tener tantos conocidos y tan pocos amigos. Varias de mis personas favoritas apenas tienen correo electrónico, y a casi todos mis conocidos me encanta verlos solo de vez en cuando. No quiero que me inviten y tampoco invito. Una sola coordenada basta para saber quién es la persona y por qué nos conocemos. O sabemos quiénes somos. Porque conocerse, ni uno consigo mismo, pues.
El malestar de pronto aparece cuando un conocido exhibe en las redes sociales su amistad verdadera con otros. Y pone esas imágenes aleccionadoras con sabios mensajes, etiquetando a los que considera sus verdaderos amigos, como si hiciera falta.
Entonces debería haber camisetas y mensajes en cadena acerca de lo bonito que es conocer a tanta gente sin tener que intimar con todos. Una reivindicación de la relación amistosa casual, que nos hace tanto bien y nos ahorra tantas penas. En la superficie todos somos queridos. Creo que ese nivel de relación intrapersonal es vital para que el mundo funcione. Y luego, cuando me siento miserable o me duele todo, tengo con quien arruncharme y llorar. Pero eso de pronto ya es amor. Quizá la amistad como está concebida no existe. Al menos no en las redes sociales.
9.2.13
30.8.11
Informe de mi visita a un CAMI
El Centro Médico de Atención Inmediata, CAMI, es como el primo doctor del Centro de Atención Inmediata, CAI, que es esa red de casetas con policías con una línea de teléfono y una moto para atender las urgencias de los ciudadanos. No se cómo funciona la jerarquía en la Policía, si trabajar en un CAI es una tarea de alto riesgo para los mejores miembros de la institución, o si constituye un castigo a modo de entrenamiento para los novatos. Pero lo que uno sí puede adivinar con facilidad es que en el mundo de los médicos trabajar en el CAMI debe ser como prestar el servicio militar.
Los pacientes que llegan a estos centros médicos no tienen seguro y en su gran mayoría son de bajos recursos y poca o ninguna escolaridad. En las salas de espera de las clínicas privadas el paisaje es similar, pero los pacientes parecen más contritos y abatidos. No es una cuestión de dignidad. Se diría que los pobres simplemente están más acostumbrados a pasarla mal, y lo llevan mejor, lo cual hace que los traten peor, ya que los doctores, al parecer, entre más elegantes y quejumbrosos los pacientes, más amables se ponen, y del mismo modo, un rictus de irritado cansancio endurece sus caras cuando atienden a los pacientes pobres.
En mi obligación de medirme la tensión arterial todos los días, he visto numerosos escenarios médicos. Normalmente medir la tensión toma máximo 1 minuto, mientras uno se sube la manga, la persona a cargo enrolla en el brazo la pieza que se infla, cuenta los latidos, arranca el velcro y da por terminada la medición anunciando la cifra que se le ocurra. En algunas farmacias cobran $1.000, en otras $3.000 y en otras es gratis, sobretodo si el que performa la medición es un aparato digital. Hoy ensayé en un CAMI, a falta de farmacias cercanas.
Para medirse la tensión uno debe esperar sentado mínimo 15 minutos. Yo esperé más de una hora, durante la cual pude observar bien a una suegra, una alta y elegante negra, con su nuera, una chica enclenque y pálida de nariz enorme y cabeza lenta, tratar de solucionar el problema de diarrea de Larry, un bebé de 1 año deshidratado y descalzo que lloraba ante la atónita mirada de la madre, porque no le recibía el pedazo de ponqué ramo que le ofrecía.
- Déle suero al niño, ¿no ve que tiene sed? ¡cualquiera en sus cinco sentidos le daría suero a un bebé con diarrea!, dijo una mujer rubia buscando la aprobación de los demás con su mirada. Se encontró con la mía y como yo cometiera el error de asentir con la cabeza, decidió sentarse a mi lado a averiguarme la vida y contarme un trozo de la suya.
Ante mi insistencia, cansada ya de mentirle a la rubia acerca de dónde vivo, en qué trabajo y de dónde es mi marido, los ocupados doctores me hicieron seguir de mala gana a un cubículo con una máquina automática y una silla rimax. ¡Lo único que tenían que hacer era apretar un botón! pero nadie lo hizo, así que yo misma operé el aparato varias veces, hasta que arrojó una cifra decente, aunque no se si veraz.
Cuando salí del CAMI ya era de noche y lloviznaba. Adentro quedaron la rubia, Larry y el resto de la multitud popular que se renovaba de manera constante. Los colectivos dejaban su fétida humareda negra flotando indecisa en medio de la calle y yo caminé lentamente hacia mi casa, pensando en que el verdadero privilegio en una sociedad como esta consiste en no enfermarse nunca, para no tener que ir a ningún hospital y mucho menos a un CAMI.
Los pacientes que llegan a estos centros médicos no tienen seguro y en su gran mayoría son de bajos recursos y poca o ninguna escolaridad. En las salas de espera de las clínicas privadas el paisaje es similar, pero los pacientes parecen más contritos y abatidos. No es una cuestión de dignidad. Se diría que los pobres simplemente están más acostumbrados a pasarla mal, y lo llevan mejor, lo cual hace que los traten peor, ya que los doctores, al parecer, entre más elegantes y quejumbrosos los pacientes, más amables se ponen, y del mismo modo, un rictus de irritado cansancio endurece sus caras cuando atienden a los pacientes pobres.
En mi obligación de medirme la tensión arterial todos los días, he visto numerosos escenarios médicos. Normalmente medir la tensión toma máximo 1 minuto, mientras uno se sube la manga, la persona a cargo enrolla en el brazo la pieza que se infla, cuenta los latidos, arranca el velcro y da por terminada la medición anunciando la cifra que se le ocurra. En algunas farmacias cobran $1.000, en otras $3.000 y en otras es gratis, sobretodo si el que performa la medición es un aparato digital. Hoy ensayé en un CAMI, a falta de farmacias cercanas.
Para medirse la tensión uno debe esperar sentado mínimo 15 minutos. Yo esperé más de una hora, durante la cual pude observar bien a una suegra, una alta y elegante negra, con su nuera, una chica enclenque y pálida de nariz enorme y cabeza lenta, tratar de solucionar el problema de diarrea de Larry, un bebé de 1 año deshidratado y descalzo que lloraba ante la atónita mirada de la madre, porque no le recibía el pedazo de ponqué ramo que le ofrecía.
- Déle suero al niño, ¿no ve que tiene sed? ¡cualquiera en sus cinco sentidos le daría suero a un bebé con diarrea!, dijo una mujer rubia buscando la aprobación de los demás con su mirada. Se encontró con la mía y como yo cometiera el error de asentir con la cabeza, decidió sentarse a mi lado a averiguarme la vida y contarme un trozo de la suya.
Ante mi insistencia, cansada ya de mentirle a la rubia acerca de dónde vivo, en qué trabajo y de dónde es mi marido, los ocupados doctores me hicieron seguir de mala gana a un cubículo con una máquina automática y una silla rimax. ¡Lo único que tenían que hacer era apretar un botón! pero nadie lo hizo, así que yo misma operé el aparato varias veces, hasta que arrojó una cifra decente, aunque no se si veraz.
Cuando salí del CAMI ya era de noche y lloviznaba. Adentro quedaron la rubia, Larry y el resto de la multitud popular que se renovaba de manera constante. Los colectivos dejaban su fétida humareda negra flotando indecisa en medio de la calle y yo caminé lentamente hacia mi casa, pensando en que el verdadero privilegio en una sociedad como esta consiste en no enfermarse nunca, para no tener que ir a ningún hospital y mucho menos a un CAMI.
8.9.10
el siglo del miedo

"El siglo diecisiete fue el siglo de las matemáticas, el dieciocho de las ciencias físicas, el diecinueve de la biología. El siglo veinte es el siglo del miedo. Usted puede decirme que el miedo no es una ciencia. (...) si acaso el miedo no pueda considerarse una ciencia, es indudable que se trata de una técnica".
Lo dijo Albert Camus en 1948, y en la primera década del siglo XXI podemos constatar el efecto que tiene sobre nuestras vidas esta dominante técnica o arte (como lo añade Virilio en su libro Art As Far As The Eye Can See).
En un lugar como este, el miedo está instalado como en su casa. Lo invocamos en cada acto cotidiano, cuando tememos bajar por el parque después de las 5:00p.m., nos incomoda que nos hable la gente en una fila, preferimos llamar al radio taxi así se demore horas, salimos cada vez menos de fiesta, odiamos la idea de dejar la casa, nos aterra andar en bus, y lo pensamos varias veces antes de irnos caminando por la calle.
El miedo más popular en este lugar es el miedo al robo. A mí ya me han robado lo suficiente como para saber que no es infundado, que la posibilidad de perder las posesiones valiosas a manos de otros es muy alta. He oído también numerosas experiencias ajenas que corroboran la probabilidad de que sea más terrible el suceso que la pérdida en sí de las posesiones. Y aún así, hoy me sorprendí mucho al tener que enfrentar dos situaciones seguidas donde el miedo era el gerente, rey, verdugo y veedor de todo lo que sucedía.
La primera situación tiene que ver con unos aparatos muy caros. La institución donde trabajo compró unos equipos muy finos para dictar unas clases. Yo dicto una de esas clases. Para cumplir con los objetivos del curso, necesitamos utilizar los finos equipos. Pedirlos prestados ya fue difícil, obtener los permisos y las llaves fué problemático, pero al final logramos hacer la clase con los dichosos equipos. Sin embargo, hacia el final de la sesión las autoridades nos pidieron revisar las maletas de los estudiantes porque no se había hecho inventario y quién sabe qué se podrían haber robado. Me sentí muy triste al ver la sorpresa de los estudiantes, que en su estupor no podían ni sentirse ofendidos. Luego me sentí triste porque la institución educativa al imponer esta vigilancia está dándole un valor exagerado a los finos equipos, por encima del valor de las estrategias pedagógicas y de la experiencia de aprendizaje de los estudiantes. Porque al darle esta importancia a las posesiones caras lo único que hacen es alimentar por un lado, el deseo de posesión que impulsa al robo, y por el otro, aumentar el miedo y la desconfianza como bases de una sociedad punitiva e infeliz, que se deja gobernar por los más ladrones de todos y se trata mal a sí misma, como si hiciera falta.
El segundo suceso tiene que ver con una sombrilla rota que dejé secando en una esquina, afuera del salón para evitar que alguna gota tocase los finos equipos. Desapareció. Vino corriendo un vigilante a decirme que se la había llevado a la oficina de objetos perdidos, porque si se la llegaran a robar y yo me quejara, él perdería su puesto, y esto, claro, le da miedo.
Qué mierda.
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6.4.10
retratos en la séptima
Ahí está el hippie viejo con su novia que tampoco es joven ya. Ambos tienen el pelo largo y sucio. Delgados, probablemente vegetarianos, vendiendo esas pulseritas de cuero que las colegialas compran. Sonríen, bromean entre sí, pasan las horas sentados en el andén conversando con el hippie argentino, un poco más joven pero igual de idealista: creen con firmeza en el no-trabajo, en el devenir y las fuerzas del universo. Los mueve, o más bien, los inmoviliza una mezcla de esoterismo, porro y pereza. Son gente buena, no les atrae el crimen, aunque a ella a veces le toca robar. Por necesidad, dice.
Ahí pasa la oficinista, muy erguida como si temiera que su templadísimo traje se reviente a cada paso que da, y que es lento y como cargado de conciencia, como si esa sucia calle bogotana fuera una pasarela donde imaginarios admiradores aprecian la redondez de su culo, la perfección de su peinado endurecido por la laca, la cara pintada hasta el hastío. Es eficiente cuando quiere, como dicen bajito las compañeras de la oficina, y aprovecha que tiene que salir un momento para pasear ese cuerpo que tantos sacrificios y esfuerzos le ha costado.
Ahí cruza el profesor. Está un poco encorvado y el saco de pana cuelga desigual de su figura cansada. Está a punto de llover y recuerda con amargura el hueco del zapato izquierdo que no ha tenido tiempo de mandar a remontar. Bajo el brazo el maletín de cuero guarda unos papeles: listas de clases con algunas notas ya, un par de esferos, un marcador seco ya casi del todo seco, la billetera y el teléfono celular viejo apagado. Ya tiene canas y es muy parecido a los profesores que él mismo tuvo cuando era joven. En aquella época, la del profesor era una figura admirada, pero una vez personificada lo encorva el peso de la rutina agotadora de la enseñanza mal remunerada.
Una comitiva con camionetas blindadas de guardaespaldas con un lujoso carro en el medio pasa a toda velocidad entre chirridos, bramidos y amenazantes pitos. El hippie, la novia, el amigo, la oficinista y el profesor se detienen unos segundos ante la fugaz visión. Debe ser un político, piensan. Luego regresan a sus cavilaciones habituales.
Ahí pasa la oficinista, muy erguida como si temiera que su templadísimo traje se reviente a cada paso que da, y que es lento y como cargado de conciencia, como si esa sucia calle bogotana fuera una pasarela donde imaginarios admiradores aprecian la redondez de su culo, la perfección de su peinado endurecido por la laca, la cara pintada hasta el hastío. Es eficiente cuando quiere, como dicen bajito las compañeras de la oficina, y aprovecha que tiene que salir un momento para pasear ese cuerpo que tantos sacrificios y esfuerzos le ha costado.
Ahí cruza el profesor. Está un poco encorvado y el saco de pana cuelga desigual de su figura cansada. Está a punto de llover y recuerda con amargura el hueco del zapato izquierdo que no ha tenido tiempo de mandar a remontar. Bajo el brazo el maletín de cuero guarda unos papeles: listas de clases con algunas notas ya, un par de esferos, un marcador seco ya casi del todo seco, la billetera y el teléfono celular viejo apagado. Ya tiene canas y es muy parecido a los profesores que él mismo tuvo cuando era joven. En aquella época, la del profesor era una figura admirada, pero una vez personificada lo encorva el peso de la rutina agotadora de la enseñanza mal remunerada.
Una comitiva con camionetas blindadas de guardaespaldas con un lujoso carro en el medio pasa a toda velocidad entre chirridos, bramidos y amenazantes pitos. El hippie, la novia, el amigo, la oficinista y el profesor se detienen unos segundos ante la fugaz visión. Debe ser un político, piensan. Luego regresan a sus cavilaciones habituales.
18.9.09
el septimazo

Es viernes, y uno sale de trabajar más bien cansado, aunque portando la tibia satisfacción de haber atravesado la semana. Pero no bien empieza uno a saborear las promesas de un fin de semana sin trabajar en las cosas por las que a uno le pagan, descubre uno que está en la carrera séptima, que está cerrada para el disfute de los peatones, y que también hay que atravesarla si uno quiere regresar a la casa.
Yo no se qué pensarán los demás, pero a mí me parece horrible eso del septimazo. Es como el carnaval del rebusque y como además la calle está pobremente iluminada, uno no sabe si lo que acaba de pisar era el último invento chino de juguete coloidal, los restos de una empanada o de una paloma, o las manos de una mujer indígena que organiza en el piso los sacos de idéntico diseño y variados colores. No se detiene uno a mirar porque de todos modos no se puede, con tanta gente avanzando de manera torpe pero apresurada, como un ciego sin bastón que cree reconocer el lugar donde está. Pero resulta que nadie puede ver dónde está, ni reconocer a la séptima.
Por todas partes hay unas personas con chaquetas como de rescatistas de catástrofes de colores fosforescentes que trabajan para la alcaldía, y su labor consiste en instar a la gente a que se divierta. Un par de estos rescatistas mueven un lazo muy largo y algunos transeúntes saltan, y otros juegan parqués humano, siempre guiados por los rescatistas oficiales. Hay muchos curiosos mirando a los que saltan y la escena es un poco extraña, con todos esos adultos con ropa de oficina color café y gris saltando lazo, mientras los animan los rescatistas uniformados.
¡Pero lo peor es el ruido! Además de las tarimas oficiales donde un grupo de danza folklórica suda frente a un público entre desconcertado e indiferente, alrededor pululan los músicos o aficionados a la música. Al lado de los raperos que con bajos pegajosos recitan las injusticias de la sociedad, un viejo le sube el volúmen a su sistema de karaoke de rancheras hasta que se hace irreconocible lo que grita desde su precario pero potente parlante. Los vendedores de minutos gritan, los vendedores de películas pirata gritan, la gente se habla a los gritos porque no se oye nada.
Hay algo de intranquila ansiedad en esa algarabía nocturna. Todo está sucio, y todos quieren una moneda, algo para sobrevivir. Entre la gente que vende cosas circulan también los mendigos, los ladrones en busca de una oportunidad, y los que están allí por accidente deambulan confusos por el ruido y el desorden. Como su nombre bien lo indica, parece como si le dieran a uno una bofetada: ¡tome su septimazo! y el golpe no es cualquier cosa.
17.7.06
Dos mujeres
A la primera mujer la ví caminando hacia el bus. Tenía un pelo brillante y perfecto que se balanceaba rítmicamente con su andar apretado de tacones afilados, y unas piernas delgadas forradas en un incólume pantalón blanco. Caminaba con una mano sosteniendo un celular y la otra agarrando con firmeza una cartera que hacía juego con los zapatos. Al subirse al bus pude verle la cara, si bien no muy bonita, bien compuesta. Maquillada con esmero, la nariz puntuda probablemente operada, las cejas dibujadas con precisión, y cierta dureza en su expresión de mujer exitosa pasando la treintena.
En el transmilenio viajaba otra mujer. Era muy joven, casi una niña, y llevaba en su regazo un bebé cubierto de picaduras, mugre, rastros de comida y una chaqueta rosada sucia. La niña-madre tenía el cabello largo, desordenado y opaco, y de sus orejas pendían brillantes latas azules. Tenía una cara bonita, amargada y sucia. Su ropa estaba gastada, llena de motas y manchas, y su cartera infantil carecía ya de color. Era como si la maternidad la hubiera atropellado y aún no pudiera salir de su asombro.
Justo en el instante en que las miradas de las dos mujeres se cruzaron, el bus arrancó con brusquedad cerrando el abismo y quebrando los invisibles hilos de anhelos callados que se alcanzaron a dibujar en ambos rostros.
En el transmilenio viajaba otra mujer. Era muy joven, casi una niña, y llevaba en su regazo un bebé cubierto de picaduras, mugre, rastros de comida y una chaqueta rosada sucia. La niña-madre tenía el cabello largo, desordenado y opaco, y de sus orejas pendían brillantes latas azules. Tenía una cara bonita, amargada y sucia. Su ropa estaba gastada, llena de motas y manchas, y su cartera infantil carecía ya de color. Era como si la maternidad la hubiera atropellado y aún no pudiera salir de su asombro.
Justo en el instante en que las miradas de las dos mujeres se cruzaron, el bus arrancó con brusquedad cerrando el abismo y quebrando los invisibles hilos de anhelos callados que se alcanzaron a dibujar en ambos rostros.
25.6.06
¿No serán las estrellas
las que nos miran con brillantes ojos, haciéndose preguntas y pidiéndonos deseos?
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