15.1.19

El paquete

Fui a recoger un encargo. Sólo sabía el nombre de la persona que traía el paquete que yo tenía que recibir, y la dirección donde podía ir a recogerlo. No supe nunca quién era la mensajera, ni porqué conocía a mi amigo, ni su nacionalidad, ni nada. Sólo vi el apartamento a donde fui a recoger el paquete, porque ella no estaba, se le había olvidado que yo iba.

El portero se veía pequeñito en la isla de mármol de la recepción del edificio, detrás de un florero y un letrero advirtiendo algo a los escoltas y choferes. Me anunció y alguien me hizo seguir al piso 9. La altura de la puerta con ese gigantismo absurdo del que adolece la arquitectura de lujo en los apartamentos de este país me hizo gracia. Era tan desproporcionada que casi sentí pena por la diminuta empleada uniformada de azul claro que la abrió. Me hizo seguir. Ya en el corredor de la entrada el lujo y el exceso de buen gusto de cada cuadro, mesita, objeto y silla era insoportable. Cuando reapareció la empleada sentí aún más pena por ella. Tenía la cara congelada por el miedo: la Señora no me conocía y ella me hizo seguir. Le expliqué a la Señora, de la manera más tranquila posible, que solo venía por un paquete que me habían dejado. Era una mujer mayor de 60 años, con un ligero pero generalizado temblor corporal y una piel y un pelo blancos muy suaves, como si fueran de espuma. Visiblemente perturbada, se fue a hacer una llamada, a ver si la mensajera le explicaba quién era yo y qué hacía en su palacio. Mientras lo hacía la empleada me hizo seguir a una de las 4 salitas que alcancé a ver, atiborrada ésta también de libros, pinturas, objetos exóticos, mesitas, mesas y mesones con más objetos encima. No me quitaba los ojos de encima, y su nerviosismo y tensión me hacían sentir aún más incómoda. Murmuraba para sí misma. -¡ay, y yo la dejé entrar! ¡ahora qué me va a pasar! a la vez que me sonreía. Estaba tan asustada que no podía disimularlo. Quise sentirme ofendida por la presunción de que yo podría cometer algún tipo de delito, pero era más fuerte la sensación de desasosiego al ver a esa pobre empleada uniformada repasar en su mente las posibles consecuencias de su acto, rodeada del más obsceno de los lujos. Yo trataba de adivinar quién sería la Señora, para quien había dedicado un dibujo de Botero. En esas estaba, cuando la Señora regresó con el paquete y me pasó al teléfono a la mensajera, quien se disculpó por haber olvidado nuestra cita. Salí tan rápido como pude, dejando atrás de la enorme puerta el pequeño drama de la Señora con su empleada. Caminé con el paquete bajo el brazo, con una amarga sensación de tristeza, porque en una transacción muy breve atravesé el abismo que separa las clases sociales colombianas, justificando la rabia de la calle que sólo nos toca a los que andamos por ella.

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